Hoy fui a dejar a mi madre al
convento de monjas de la Miraflores para una convivencia espiritual. Resulta
que andaba con prisa porque se me hacía tarde para ir a la iglesia; en ese
momento, una monja joven, con su hábito blanco impoluto, salió del recinto a toda
prisa. Deduje que ambos teníamos el mismo paradero, yendo con el tiempo encima,
pues la joven en cuestión salió echa un cuete, y yo, luego de mi tarea de
acompañamiento, salí tras de ella. No sé por qué diablos me entró un instinto competitivo; así que me
puse a toda marcha para alcanzarla, como si se tratara de llegar a una meta por
el primer puesto. Soy de las personas que suele caminar rápido, pero esta monja
superaba mi vertiginoso avance y eso no me lo podía creer. Así que, en una
contienda cuesta arriba sin igual, los dos aceleramos nuestros pasos aumentando
cada vez más la velocidad. Debo reconocer que esta monja era todo un
correcaminos, pues tuve que emplearme a fondo, no sólo para darle alcance, sino
también para rebasarla y llegar primero al portón de la iglesia. Le cedí el
paso y ella me lo agradeció.
Se podría decir que ingresé al
lugar con la lengua seca y de fuera; afortunadamente la misa aún no había
comenzado. Me dieron ganas de tirarme en una de las bancas y quedar allí, postrado durante unos
minutos para retomar aire, ya que mi fatiga era enorme. Mientras, la dichosa monja,
sentada a lo lejos, estaba tan tranquila y fresca como si un céfiro la hubiese
trasportado desde el convento a la iglesia.
¿Qué harán esas monjas blancas de
Miraflores dentro de su convento? ¿Algún ejercicio cardiovascular? ¿Pilates?
¡Por Dios! Será que me estoy
volviendo viejo. A mí no hay monja en el mundo que me gane en las caminatas de
velocidad.
Saludos.
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